sábado, 23 de marzo de 2013

El día en que se prohibió el café


Sucedió aquella mañana de ese año cenizo en que la sociedad había aceptado que tener todas las respuestas a cada duda existencial, era realmente una pérdida de tiempo y por tanto, de interés. Las ciudades se habían sumergido en un limbo inevitable, inconcebible para algunos a pesar de que las discusiones sobre tal nueva ley, había durado los últimos diez meses de debates, discusiones, riñas internacionales y fines de alianzas que conllevaron a idas y venidas de crisis económicas de mayor y menor peso.
Todo surgió de la frustración de un hombre -¿cómo si no…?- y su mala suerte. Desde que viviera lejos de su hogar para trabajar en la gran capital, en la gran empresa del alto edificio de colores metálicos, tuvo la mala suerte de no encontrar la mezcla apropiada de café para él. Probó de todo: negro con leche, negro sin leche, negro azucarado, negro acanelado, capuccino solo, capuccino caramelo/vainilla francesa/nuez de macadamia, mocca, espresso cortado, doble, sencillo, café vienés, irlandés, mexicano, turco, cubano, colombiano, de Kenia y Brasil, con licor de amaretto, licor de café, cereza, naranja, piloncillo. Arábigo, robusto, orgánicos, descafeinados, tostados medios, oscuros, claros. Martinis, muffins, tiramisú, pasteles fríos. Cafeteras estadounidenses e italianas, prensas francesas, aero-press, sifón, dripper, chemex, pocillos, filtros de tela. Todo, todo probó este hombre, y  ninguna mezcla, ninguna cantidad, ni ningún mecanismo lograban satisfacer su paladar sediento del café ideal. La accesibilidad económica y rápida (capitalista) a una buena taza, se había convertido en algo secundario, y luego de tres años viviendo en oscuridad, dedujo que el problema era él, que su relación con tan apreciado granito había terminado sin que él se diera cuenta. Se odiaba a sí mismo. Consultó doctores, especialistas, cafetaleros, baristas, y nadie podía darle una respuesta.
Lo tomaron por loco. Y su locura, lo llevó al ensimismamiento más profundo y aburrido en que alguien puede caer. Sin embargo, no fue hasta un verano en Porto, Portugal –evidentemente- que su delirio no se tornó nocivo para la humanidad. Por motivos laborales, se encontraba en una reunión con colegas de la empresa, tan turistas como él en una tierra de lengua musical y murmurada, en un café de luces cálidas y estilo sobrio y moderno. En un instante de distracción, mientras todos comentaban el tan popular tema de “la crisis” de  cualquier nación, reparó en una muchacha que le decía algo a la mesera entre sorbo y sorbo. De repente, no había nada más que mereciese su atención. La chica no soltó la taza; se aferró a ella mientras escribía algo en el ordenador, sacaba un libro de su bolso, hablaba por teléfono, se revisaba el maquillaje en las cejas. Se relamía los labios con deleite, mantenía una sonrisa constante, inmutable e ininterrumpida. Cuando acabó, dejó la taza, pagó y partió. El hombre, intrigado, pidió como pudo un café igual al que le habían dado a aquella muchacha. Afortunadamente la barista hablaba inglés y le dio lo que pedía, con dos galletitas de canela para acompañar. El hombre acercó la taza a los labios como quien está por besar a alguien que se ansía besar, y bebió… Nada. Para no entrar en pánico, pensó en que quizá estaba siendo demasiado exigente sobre las primeras impresiones, y bebió otro sorbo. Se relamió los labios. Absolutamente nada. Eso era café, caliente, recién hecho, recién tostado, enteramente nuevo y fresco. Irritado, el hombre se levantó y fue a la mesa donde estuviera la chica. Tomó la taza, la olfateó, bebió el residuo tibio del café. Técnicamente, estaría mejor el propio en temperatura… Pero no.
Llegó a la conclusión de que estaba jodido, y en tanto que jodido, quería una solución. Pero mientras la buscaba, se le llenaron el alma, la mente y el cuerpo, de una envidia paranoica. Odiaba al café y a todos los que lo bebían, los que disfrutaban, los que salían quince, veinte minutos antes de casa para pasar por una taza en el camino a la escuela o al trabajo. El tiramisú le provocaba nauseas. Para justificar su aberración, se informó sobre todas las desventajas del café, calificando de excusas a las ventajas, y tras hacer una selección subjetiva de lo que había hallado, pensó en que el café, antes que beneficio, era un perjuicio para la sociedad.
Mancha los dientes, acelera el pulso, desordena el ritmo natural de vida, y no deja de ser una droga. Estos y otros argumentos le valieron para hacer un ensayo de 150 páginas que se publicaron en una editorial cuyo mayor requisito, era el compromiso de aceptar la coedición. A los dos meses, el libro ya había sido reseñado, criticado y agotado en las primeras 35 librerías que le concedieran un apartado especial en los corredores. El tono alarmante del escrito llevó a mucha gente a contagiarse de un rechazo increíble hacia el café y sus consumistas. Las cadenas televisivas dedicaron secciones de su programación a investigaciones, documentales, reportajes filmados en distintos puntos del Trópico de Cáncer, a fin de convertirse en partícipes y promotores de esta nueva discusión. Starbucks, Nescafé y Nespresso, lanzaron sus campañas más importantes en sus más de cinco décadas de historia. Muchas cafeterías fueron vandalizadas, muchos baristas y meseros renunciaron. Las Competiciones Nacionales del Café se convirtieron en eventos prácticamente clandestinos y los agricultores dedicados a la cosecha empezaron a informarse sobre los cultivos de tomates y vid.
La pregunta se exponía en distintas voces, caras y mesas, con las mismas palabras: “¿Qué debemos hacer?”. Esta duda llevó a alguien en la ONU, a considerar que tenía razón. En una reunión extraordinaria, fue reunida la mayor cantidad de presidentes posibles con sus mejores asesores… Fanatismos, obsesiones, aburrimiento… Miles de factores intervinieron en la votación que llevó, en un derroche de estupidez, a suspender –de manera indefinida- la producción, comercialización y consumo del café. Ante las quejas, huelgas y protestas por parte del Sector Cafetalero y cafeinómanos, se respondió con el aviso de la prohibición absoluta.
Se eligió una fecha, se establecieron medidas y normas de seguridad. Todo fue dispuesto. La televisión y la radio no transmitían otra cosa. Alguien, al otro lado de las cámaras, al otro lado de las bocinas, leía con una tristeza y rabia evidentes las palabras que letra a letra asesinaban una cultura entera, un fragmento de la vida de millares de personas que esperaban un milagro, algo, alguien que detuviera la horrenda masacre.
El día en que se prohibió el café, todo se paralizó. Fuera de las universidades, empresas, cafeterías, iglesias, restaurantes, periódicos, departamentos, centros comerciales, instituciones públicas, hospitales, se colgaron lazos de distintas tonalidades cafés, a manera de luto. La gente se reunió en torno a los televisores de los cafés con más expectación que los partidos de futbol. Los meseros se mantenían junto a las barras mirando al barista despedirse de la máquina con el dedo índice aún titubeante junto al botón de encendido. En las grandes plazas y las avenidas más transitadas, se apilaban todas las tazas que los policías encontraran. Las máquinas y demás dispositivos manuales se arrojaban en fosas cavadas en los parques infantiles. En un intento de preservar la dignidad y el honor del noble grano, varios cafetaleros se ofrecieron como voluntarios para quemar los cafetales que durante años habían sido más hogar que sus propias casas. Algunas parejas se habían encerrado en las habitaciones, y sentados en las cabeceras de las camas y el suelo, se acariciaban cabezas, hombros, manos, absortos en recuerdos que nunca ocurrirían, en lágrimas sobre las ojeras, en un sabor que se les escapaba de los labios, del sistema nervioso y de la memoria, para siempre…

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