sábado, 30 de noviembre de 2013

Rutinas

6:45, ya es hora de levantarse. Alicia abre los ojos segura de que ése no es el día para otro "5 minutos más". Se dirige a la cocina sin importarle el frío que crece hacia sus pies como enredaderas; maldice a la puerta por no abrirse a su paso, recorre la cortina vieja de la cocina y alza las manos hacia el gabinete en búsqueda de su cafetera, pero todo sin ver. Su mente ya repasaba uno a uno y en desorden la lista de pendientes para el día. Desenrosca el depósito superior, lo llena con agua del grifo hasta la válvula y lo deja a la mano antes de buscar el bote del café. El móvil resuena la alarma de nuevo y Alicia corre para no despertar a los vecinos. Ya está. «La cama se ven tan atractiva...». Se manda de regreso a la cocina y alcanza el bote de café con diseños vintage de la torre Eiffel, la torre de Londres y la torre de Pisa. «Algún día...». Rellenó el filtro con su café de supermercado al 2x1 y enroscó de nuevo la parte superior de la máquina; dejó la cafetera a fuego lento y dio los tres pasos acostumbrados hacia el baño. Abrió el grifo y se lavó los sueños con agua tibia y jabón. Salió y dejó caer el café sobre la taza con dibujos de sombreros. «Música para mis oídos...».
     Hizo a un lado la taza y se inclinó sobre la barra para alcanzar la gradación del molino. Con sólo ver el café saliendo del filtro, Sebastián ya sabía que aún le faltaba para obtener el buen espresso. «Parece agua...». Se apoyó sobre la barra para alcanzar el botón sin dejar de contar los treinta segundos de regla. Poco importaba mantener el tiempo pero tenía demasiadas mañas sobre los tiempos de cada cosa... Su paciencia era su segunda mejor virtud; la primera, la calidad de sus espressos cortados. Por eso era imperativo «que la máquina se ponga mona ¡de una buena vez!». Siguiente tanda, «sí se puede...» y el brebaje se deja caer con su suave majestuosidad dividiéndose en mellizos sobre sus onzas transparentes. Al fin olía bien, olía correcto. Sebastián contó los segundos sólo por costumbre, ya sabía que el café saldría a los 28 y que su mejor destino era un latté. Apuró el proceso y sometió la leche a la lanceta, vació uno de los shots en su taza y luego la leche...
     ¡Qué fusión de aromas! Casi tan perfecta como él... ¡Qué manera de oscilar las manos al compás de la música! Verlo tocar la guitarra era casi tan seductor como escucharlo, pero esas manos... no podían existir mejores, mucho menos las suyas, maltratadas entre quehaceres y deshaceres. Sus uñas parecían no crecer desde hacía meses; a Leonor le gustaba creer que se estaban guardando para tiempos mejores... Esas mañas tan horrendas: morderse las uñas y sus alrededores, dejar las costuras de los vestidos hasta la madrugada para poder soñar a su gusto. Cómo unas manos como aquellas podían atreverse a aspirar el tacto con esas tan virtuosas. Soñar con ello ya era una ridiculez por sí sola, nació de eso, pero sonreír por la esperanza era llegar a otro nivel. Era pura y vil locura desafiando a la frialdad de la cordura. Leonor desplazó los dedos para reproducir el siguiente video y se alejó por su segunda taza de café negro, más marrón que de sabor duro. No le apetecía nada pero ya daban las 12 y todavía le faltaba zurcir unos vaqueros que si hablaran, seguro se quejaban del desgraciado que dejara las bastillas hechas tirones. Preparó la cafetera de nuevo. "Nada de recalentados", le había enseñado su madre para combatir ese hábito de la pereza. El filtro de papel en el depósito de plástico y en éste dos cucharadas y media de café por cada taza de agua. ¿Cómo bebería él su café? ¿Con agua o con leche? Seguro que lo endulzaba antes de componer y ponerse a la guitarra... Sí, seguro que lo tomaba con leche y azúcar blanca. Mientras llenaba su taza volvió a mirar sus uñas... Algún día crecerían, algún día sus manos recobrarían su lindura y algún día lo conocería.
     «¡Ay! Quema. Pero lo querías caliente, ¿verdad? Entonces, ¡no te quejes!». El frío no quería ceder por más que el café irritara su garganta. Le sabía a ceniza y estaba demasiado espeso. Don Viriato enjuagó su jarra de peltre y volvió a llenarla de agua; colocó el filtro de tela con el café y puso el fuego medio. Abrió la ventana de la cocina que daba al edificio de enfrente y dejó correr el agua del grifo sobre la única taza sucia, esperando con la boca abierta el momento oportuno. Sus grandes ojos verdes forzaban sus dotes para entrever más allá de la cortina de encaje. No demoraría... era lo habitual. Quizás debía subirle a la flama para que el aroma se dispersara con mayor rapidez. Se giró a la estufa y entonces lo escuchó. De nuevo el griterío, las excusas y los portazos, todos provenientes de la ventana con encaje. No se atrevió a mirar, sólo esperaba que el ruido de aquella vez no fuera tan doloroso como para mandar a la chica a la cama que, de seguro, estaba al otro lado del piso. El café perdería su sentido. Por unos minutos sólo se escuchaba el agua borboteando en sintonía con la llama; por unos minutos interminables Don Viriato no sabría qué decisión tomaría ella y eso le causaba un pavor que no por conocido perdía su fuerza. No se atrevía a mirar, ¿qué pasaría si lo descubría? Su ansiedad se incrementaba pero ¿qué hacer? No existía la confianza para preguntarle nada directamente, mucho menos pasar a su piso porque, además de tener dudas sobre la numeración, era evidente y totalmente inadecuado. «Viejo ridículo», se dijo justo a tiempo para reparar en que el café ya había rebasado el límite de la cafetera para desbordarse cual volcán sobre su cuerpo y parrilla. Un "¡mierda!" desató la frustración de Don Viriato. «Eso te pasa por ridículo»; limpió lo que pudo con el trapo maldiciéndose a sí mismo, al café, a la cafetera, al otro tipo y en especial al fuego por su mala suerte. Era tanto su enojo que la chica de la ventana con encaje prefirió no buscarle.
     En su lugar, lanzó el móvil al sofá y marchó hasta el teléfono. Quince minutos después ya estaba en el café de enfrente esperando a sus amigas para ponerlas al tanto. Sacó el espejito del bolso. Para estar pasando por una crisis emocional importante, no se veía tan mal. Su maquillaje se mantenía en su sitio, su cabello brillaba más que nunca gracias al aceite de almendras que le habían recomendado en la estética, su pashmina ondulaba perfectamente alrededor de su largo cuello y hacía un juego increíble con sus labios Dior carmesí. Nadie pensaría que un ingenuo de la belleza y del amor acababa de terminarla, nadie intentaría adivinar por qué era ella quien esperaba a alguien y no era la esperada; y, principalmente, nadie se atrevería a juzgarla como una mujer sola. Lo que ella no imaginó es que a pesar de su belleza, de sus labios rojos, su maquillaje perfecto y su cabello brilloso, Sebastián deseaba, más que nunca, que se largara cuanto antes. Porque ya lo veía venir: el grupito de cinco niñas consentidas que sólo por solicitar una leche especial para cada bebida, eran las más inteligentes del café. Las chicas Splenda, les llamaba, porque eran incapaces de rebajarse a consumir un azúcar como el resto del populacho. Insufribles. ¡Ah! Y gritaban, hacían partícipes de sus novedades a todos los inocentes clientes y empleados que hubiesen tenido la osadía de querer cerrar la jornada con un café. En efecto, a los veinte minutos Sebastián recibió la orden de una mesera que le suplicó no volver a esa mesa: dos chai-latté en agua (¿entiendes la contradicción?), un té verde con miel, un café regular descafeinado y un capuccino sin espuma "pero que no sea latté".

     Ni hablar. El barista apuró todo y llevó la orden a la mesa él mismo por hacerle un favor a su colega pero si volvía a escuchar "le dije a la chica que capuccino y no latté"... Treinta bebidas más tarde ambos empleados dejaban el café a oscuras. Él desapareció en los confines de la avenida y ella corrió a casa para no preocupar a su padre. Para su sorpresa, aún había luz en la cocina; su padre continuaba ahí, con su taza de mocca instantáneo en la mano helada, con sus grandes ojos humedeciéndose hacia la ventana iluminada del piso de enfrente. Pensó que sería el frío pero al no recibir respuesta a su saludo buscó el motivo de su angustia. Observaron una secuencia de sombras a través de una cortina de encaje, en que un hombre se acercaba a una mujer con el ordenador prendido y la máquina de coser enfrente, retiraba una taza hacia el lavabo, le daba un beso en la cabeza a la mujer encorvada sobre la mesa y desaparecía luego con ella por la puerta. La hija le dio un beso en la mejilla a su padre, le quitó la taza de las manos y lo condujo a su habitación. Volvió al silencio de la cocina; a pesar de la calma a su alrededor había demasiado ruido en su cabeza. Aquella chica lloriqueando sin llorar sobre su nuevo ex, aquellas palabras que en su boca eran veneno puro: "hay otra", "no debe ser la gran cosa", "hay mujeres que se conforman con lo que sea", "debe ser una muerta de hambre, así le gustan a él, debiluchas". «Si ella supiera...», se dijo; no se arrepentía, él parecía entender sus sueños, su presente, sus anhelos... Pero. Pero. Pero. Se recargó en el lavabo sintiéndose un verdadero fracaso. Se observó las manos, esas manos maltratadas a causa de su aprendizaje en la barra, más parecidas a las de su padre que a las bonitas manos de la chica Splenda. De repente perdió las ganas de dormir. Prendió el fuego, puso el café esperó el momento oportuno para tapar la italiana. Un líquido más oscuro que nunca se derramó con cuidado sobre el depósito, cual si se excusara por la intromisión. No burbujeó. Terminó de caer y se quedó muy quieto escuchando a su dueña rebuscar entre las tazas aquella mediana perfecta para las noches así. Una nueva música emergió, la leche liberándose de su caja para esperar paciente por la llegada de sus compañeros. El líquido oscuro cayó con alegría discreta en la taza y aguardó a que el polvoroso mascabado se uniera a la reunión. Pronto serían uno, pronto serían los mejores amigos con un objetivo y pronto su existencia cobraría un nuevo sentido.

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